Educar en la igualdad y respeto. El largo camino que nos queda por recorrer a los hombres

Como padres solo podemos educar en la igualdad y respeto a nuestros hijos si somos plenamente conocedores de la realidad que viven día a día las mujeres. Es el requisito previo básico. El punto de partida. ¿Y lo somos? Yo creo que no, que a la sociedad en general y a los hombres en particular nos queda mucho camino por recorrer. Dejadme que os cuente mi historia:

Lo que tendrá que soportar nuestra hija si no ponemos remedio. Educar en la igualdad y respeto

Todo comienza cuando nos enteramos de que vamos a ser padres. Mi mujer me dijo que le encantaría una niña…pero que le daba miedo. No por ella, sino por nuestra hija.  Por lo que tendrá que soportar el día de mañana.Aquello me sorprendió bastante porque no comprendía esos miedos de los que me hablaba. Se da la circunstancia de que soy una persona sensibilizada con la igualdad de género, y por tanto consciente de que mi hija (quizás) se tendrá que enfrentar a situaciones injustificadas como cobrar menos que un hombre ante un mismo puesto de trabajo. Pero aun así me parecía un exceso de preocupación la postura de mi esposa, y así se lo hice saber. Fue entonces cuando con sus palabras me dio una lección que no olvidaré jamás.

Mi mujer me preguntó si cuando he entrado en un bar, me he sentido incómodo al tener que aguantar miradas sucias, sin disimulo. Y me razona que hay que tolerarlo porque si dices algo la histérica eres tú. Pero que no se trata de no poder mirar el culo con disimulo a nadie. Que habla de depravación,  de auténticos salidos bajo la cobertura de la impunidad que les da ser un hombre. Porque ellos se creen con el derecho de desnudarte con la mirada. De denigrarte sin que se les pueda recriminar nada. Que da igual que seas una tía normal y corriente. Que da igual si ni siquiera les habías sonreído, o si solo lo habías hecho por educación. Que algunos hombres siguen pensando en la mujer como “ganado”.

Conforme vamos hablando pude notar como mi mujer se indignaba. Pero no es un simple cabreo, es algo más profundo que le sale de dentro. Que le reconcome las entrañas. Una herida que lleva mucho tiempo abierta y que la sociedad no permite que se cierre. Con  rabia  me explica como subirse a un metro que esté lleno de gente ya te obliga a estar alertaPorque en cualquier descuido sufres un roce casual o un frotamiento sin reparo. Y me aclara, con impotencia, que no es que sea una extremista, como muchos critican. Que no es que piense que cualquier contacto es un abuso. Pero que se sabe cuándo alguien se está sobrepasando. Me hace ver lo humillante de estas situaciones. Y que encima no protestes, porque te dicen que ha sido sin querer, y aquí no ha pasado nada, salvo que te sientes manoseada.

Me sigue preguntando si he sentido miedo volviendo solo a casa. Si alguna vez un coche se había parado a mi lado o me habían seguido a medio metro durante un buen rato. Sintiéndolo respirar. O si me habían bloqueado el paso para soltarme “piropos” bien entrada la noche, porque encima de todo, me cuenta con ironía, una mujer tiene que estar agradecida si le dicen guapa. Y, me sigue narrando, siempre con el móvil en la mano por si es necesario. O las llaves a modo de arma por si alguno se pasa de listo. Y te manifiesta con angustia que los hombres no nos damos cuenta. O no lo queremos ver. Que siempre es la misma historia: además de víctimas las mujeres se han de sentir culpables. Tienen que lidiar con una sociedad que recurre, como resorte automático, al escote o la minifalda para justificar (y exculpar) las agresiones más repulsivas.

En ese momento abres los ojos y te percatas de que, como hombre, no sabes nada. Que el sufrimiento de la mujer es mucho mayor del que te puedes imaginar. Que en su día a día viven situaciones que les producen asco, auténtica repugnancia. Pero que están tan normalizadas que nadie alcanza a ver o denunciar. Y de pronto comprendes sus miedos al advertir lo que tendrá que sufrir tu hija el día de mañana.

Salvo que sepamos ponerle remedio.

Y la única manera de solucionarlo es educando a nuestros hijos en un respeto absoluto sin excusas ni cortapisas. Es necesario concienciar a nuestros hijos del machismo, tanto del patente como del implícito, que es mucho más peligroso y dañino. Mostrarles todo lo que esta lacra supone. Para que ellas estén preparadas para hacer frente con la cabeza bien alta a quien pretenda humillarlas por el simple hecho de ser mujer. Y a ellos para que no sean ni autores ni cómplices de esas actitudes. Pero antes, es imprescindible que los hombres nos sensibilicemos más con esta lucha, con este sufrimiento. Que seamos plenamente conscientes. Porque para enseñar primero hay que aprender.  Y solo entonces conseguiremos educar en la igualdad.

Sirvan estas palabras como una reflexión en voz alta dedicada a mi mujer, agradeciéndole  todo lo que, con su rabia e indignación, me ha enseñado. Por su lucha y esfuerzo incansable. Estas palabras van por ti.

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