Aceptar.

En una de las primeras citas con la que ahora es mi mujer fuimos al cine a ver una de miedo. El caso es que ella me dijo que le encantaban las pelis de terror. A mí, sin embargo, siempre me han dado canguelo del bueno. Pero tampoco se perdía nada por intentarlo ¿no?

Concretamente nos vimos «La mujer de negro» Seamos realistas, más que una peli de miedo era de suspense comercial baratuno con un par de sustos mal contados. Y aún así, recuerdo como, conforme avanzaba la película, me encogía más para dentro, y me agarraba con fuerza a su mano.

Vamos, un desastre. De hecho, me pregunto como, después de aquello, no me regaló un hasta luego Mari Carmen. No sé que pudo ver en mí, está claro que no fue mi arrojo varonil con sabor a Varon Dandy. Supongo que lo que le enamoró fue mi sentido del humor, aunque cada día que pasa me recuerda que no tengo ni puñetera gracia con los chistes (yo sigo pensando que sí que le saco sonrisas)

Pero no nos desviemos del tema. La cuestión es que, si analizas la escena (yo, el supuesto macho alpha, en una primera cita, aterrado, aferrado a su mano) tuvo un cierto punto bochornoso… A ver, lo romántico hubiera sido que ella, bella damisela desvalida, frente a la pelicula de terror, me hubiera abrazado buscando abrigo.

Qué bonito para una primera cita… ¿o no? ¿o sí? O yo que sé, que hoy me he levantado dubitativo.

Lo que no me negarás es que en nuestra educación tenemos marcado ese patrón. Si te hubiera contado esta última versión de los hechos, no le hubieras dado la más mínima importancia. Pero, seguro que al leer lo que verdaderamente ocurrió te ha resultado, como mínimo, peculiar. Porque como va a ser que un hombre muestre algo que sea opuesto a lo varonil.

De hecho, por si tienes curiosidad, uno de los antónimos de varonil (nada más que busques en internet) es «cobarde». Otro de los antónimos es «femenino». Premio, saca tus propias conclusiones. El género masculino estaba (y sigue estando) totalmente penalizado frente a los sentimientos y todo lo que huela a delicado. Eso, conforme al lenguaje que utilizamos en nuestro día a día, y las directrices que impone la sociedad, son cosas de mujeres. Hombre ya. Y no, no pongas esa cara, recuerda que has sido el primero/a en censurar mi reacción en el cine.

Algunos códigos de la educación, mare mia, qué peligro. ¿Otro ejemplo?

Siempre me he preguntado que hubiera pasado si hubiera sido gay, porque no tengo muy claro como hubiera afectado esa circunstancia a mis padres. Y vaya por delante que creo que no hay ninguna otra persona en la faz de la tierra que destile más bondad y cariño que mis progenitores. Pero, queramos o no queramos, nuestros padres, tuvieron una educación diferente a la nuestra. Muy diferente.

Y por muy buena gente que pudiera ser la generación que nos precedió, por mucha mente abierta que pudieran gastar, no dejaban de estar encorsetados en unas creencias inculcadas a sangre y fuego en una España de blanco y negro. Ciertamente, tuvo que ser durísimo para las personas homosexuales de mi quinta dar la noticia en su propia familia.

Es evidente que, a nuestros padres, les costó aceptar la homosexualidad en la sociedad.

Visto desde nuestro prisma, con la ventaja de tener unas gafas mejor graduadas (una educación diferente), resulta ridículamente absurda esa sinrazón ante el colectivo LGTBI. Pero no te engañes, que el auténtico problema que sufrieron nuestros predecesores sigue estando latente en nuestras venas. Tus venas (y las mías, claro)

Ojo piojo, que a lo mejor te has sentido ofendido al pensar que te estoy llamando homófobo. Que no, que no. Que no me refiero a que tú (o yo) seamos intransigentes a diferentes opciones sexuales. De hecho, confío y espero que esa enfermedad (me refiero a la única existente cuando hablamos de este tema: la homofobia) la tengamos suficientemente superada.

De lo que estoy hablando en realidad es que seguimos padeciendo la misma esencia del problema que oxidaba el espíritu de nuestros padres. La dificultad para dar cabida a algo tan aparentemente inocente como profundo: aceptar.

Aceptar.

Pues tampoco parece un palabro tan complicado. De hecho se dice rápido…. Aceptar.

Pero cuidado que los árboles no te dejen ver el bosque. Porque somos de quedarnos mirando al dedo que señala a la luna. Piénsalo, cuando te he puesto el ejemplo de nuestros padres has identificado que el problema para ellos estaba en la homosexualidad. Y sí (o no) Es decir, no (pero sí). Claro que para muchas personas de esa generación era motivo de sarpullido todo lo que no obedeciera a las normas de esa moral casta y pura (o más bien casposa y puritana)

Sin embargo, la homosexualidad sería el dedo. La luna es algo mucho más grande, es el verbo, que implica acción, movimiento, vida. Ahí está el meollo del asunto. Lo que escuece. Aceptar.

Dicen que si despejas de una ecuación la x, y sigue sin encontrarse una solución, es que la x no era el problema. Pues echa a un lado la homosexualidad y pon otra cosa que tus padres no vieran con buenos ojos (por ejemplo, que te fueras de viaje con tu novio/a a ver mundo….pero dormiréis en habitaciones separadas ¿verdad? Claro papá, nos vamos a gastar el doble de guita en un hotel para que la gente no piense mal de nosotros. Tu tranqui)

Cáspita, pues resulta que hemos despejado la homosexualidad, y el problema sigue sin resolverse. A ver si es que hay algo más. A ver si es que estamos errando el foco de atención.

Volvamos a Barrio Sésamo. Cerca y lejos. Lejos y cerca. Conceptos básicos. Pero hay otros que, conforme a una súbita dislexia, tenemos tendencia a confundir una y otra vez. Los pronombres personales.

Enga, imaginemos a Coco, con su voz aguda, diciendo «repite conmigo: yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos»

Otra vez. Bueno no, que ya tan creciditos no debiéramos necesitar que nos canten dos o mas veces la lección para que se nos quede fija en la neurona. Y, sin embargo seguimos confundiendo, con una aplastante facilidad, el «yo» con el «él» «ella» «vosotros» o «ellos».

¿Que no?

Visualiza a tu hijo, cuando, con las notas en la mano, te suelta aquello de que le han suspendido. El no tiene nada de culpa, claro. Es que el profe le tiene manía. Los que toman drogas del grupo de tus niños son siempre sus amigos, en tu casa eso no pasa. O ese amigo con su queja eterna de su vida por como le trata el universo.

Freno de mano. Volvamos a donde lo habíamos dejado. Si digo que sufrimos la esencia del mismo problema que padecieron nuestros padres, y si digo que la homosexualidad es solo el dedo, entoncés ¿qué es lo que es tan grande como la luna y no lo vemos?

Pues sí, ya le has dado. Aceptar.

Y ponlo en relación con Coco y sus pronombres personales. El problema no lo tienen «ellos». La fuga de agua está en el «yo» cuando lo conjugas con un verbo difícil y accidentado.

Porque el recorrido de un verbo es infinito, porque, como os decía antes, implica acción y lo que se mueve está vivo. Y lo vivo rebosa energía. Pero, ay caracol, que esa energía puede ser positiva de la que te revitaliza, o negativa de la que te carcome por dentro.

Si te das cuenta, no siempre le damos a las palabras la relevancia que se merecen. Y en concreto algunas de ellas, en un patético mecanismo defensa, están completamente ninguneadas.

Como cuando dices que vas a aceptar una solicitud de amistad en una red social. Todo mentira, ni vas a recibir nada como tal, ni se trata de una verdadera amistad. Pero, oyes, para esto ha quedado relegada esta palabra. Aceptar.

Pero ya sabes que, las cosas importantes, si no cierras bien los ojos, no se ven. Vamos a pinchar herida.

Vamos a conjugar.

¿De verdad piensas que es fácil aceptar?

Aceptar un elogio. Empecemos por lo más fácil. O por lo menos, así debiera ser, porque en este caso, lo que recibes de fuera es algo positivo. Alguien ensalza alguna de tus cualidades. Y, quién sabe, quizás para algunos lectores esto no suponga el más mínimo problema. Pero para otros (lease el que escribe) bajo la lugubre sombra de su sindrome del impostor le cuesta una vida validar el elogio recibido. ¿Cuántas veces te han dicho aquello de «qué guapa/o se te ve«, y has pensado que no sería para tanto?

Aceptar un consejo. Cachis los mengues como inrita una crítica constructiva. Porque nos recuerda que algo se ha hecho mal, o, por lo menos, se puede mejorar, y eso duele el ego. Así que la solución es rechazar. Recuerda que en este santo pais la envidia es el deporte nacional. Si vemos a alguien que ha llegado lejos, para que vamos a tomar nota de su camino, para que vamos a guiarnos por sus pasos (si lo piensas, son consejos indirectos). Mucho mejor soltar bilis y criticar.

Aceptar una disculpa. Cawenmivia. Alguien que te ha herido, alguien que te ha traicionado, ahora te pasa la pelota a tu tejado. Te pide perdón sincero y eres tú el que tienes que demostrar la madera de la que estás hecho. Y claro que lo quieres perdonar, pero no te nace, el rencor te nubla. Perdono pero no olvido. No lo llegas a superar.

Aceptar que te has equivocado. Dar por bueno que no eres perfecto. Asumir las consecuencias. Vivir con el remordimiento. Qué dificil es renacer de las cenizas de nuestros errores. Mejor negar la realidad.

Aceptar la realidad.

¿Cómo te quedas? Escuece ¿verdad? A veces, profundizar con un simple juego de ejemplos y nos sentimos desnudos, expuestos. Indefensos.

Miedo.

Lo que hay detrás de este macabro verbo (aceptar) es el sentimiento más intrínseco y tribal que todo ser vivo pueda experimentar: miedo.

Porque el problema no es lo que nos rodea: la homosexualidad, el elogio, el consejo, la disculpa, el fallo, la realidad. Recuerda a Coco con su voz aguda: yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos.

Yo.

Mi miedo.

La enfermedad que oxidaba a nuestros padres, la enfermedad que nos carcome a nosotros, sus hijos, no está en los demás. La enfermedad es nuestra. Es tuya. Es mia. Es el miedo a que, lo que nos rodea, nos pueda vencer o traspasar. Y no hablo de una simple inquietud, como la que tuve aquella tarde en el cine. Es el pánico profundo a que las adversidades o cambios de guión nos puedan hacer descabalgar. Es el terror innenarrable a que nuestro castillo de naipes, con un simple soplo de aliento, se pueda desmoronar.

Pero lejos de buscar la solución correcta, seguimos mirando al dedo en vez de a la luna. Pensamos que si no aceptamos nos escondemos a la dolorosa realidad. Como el avestruz que esconde su cabeza. La culpa es de los demás. Porque nadie nos enseñó a gestionar este miedo. Porque nuestra educación también adolece de contrariedad.

Dicen que la especie que se perpetua no es la más fuerte, sino la que mejor se adapta. Y es que no se trata solo de luchar contra lo que te cerca. Por supuesto que hay que esforzarse por mejorarla. Por supuesto que hay que hay que combatir las desventuras. Pero para no caer rendido en la batalla, por mucho que duela, lo primero que hay que hacer es aceptar la realidad. Porque esta premisa no implica debilidad.

Como la virilidad en los hombres, como lo ocurrido en la primera cita con mi mujer, todo lo que suene a fragilidad está vetado. Y, sin embargo, be water my friend. No hay nada más incisivo en la naturaleza que el agua abriendose paso. Porque, a priori, este líquido elemento, se adapta a la forma que le contextualice. Acepta su realidad, para a partir de ahí, con convicción, crear su propio sendero con independencia del contorno que le haya tocado surcar.

Siente la fortaleza de la delicadeza. Siente la energía de la fragilidad. No la rechaces. Desaprende lo aprendido. Rompe la cadena y cambia la educación que transmitiras a los tuyos. Visualiza el miedo que habita en ti, deja de ningunearlo, abrazalo y no le eches la culpa a los demás.

Sea cual sea la música que suene, baila con una sonrisa.

Y a partir de ahí a luchar sin resuello.

Aprende a aceptar.

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