Aquí y ahora.
Dice Fito en una de sus canciones que, «de tanto hacerlo sin parar, me acostumbré a respirar y a derrochar el aire fresco»
Es una simple estrofa de una canción, pero esconde una belleza absoluta en el significado de sus palabras. ¿Valoramos de verdad lo importante? ¿Somos conscientes del aire que derrochamos? Me recuerda a aquella frase que se convirtió en mantra en la época de la pandemia: «éramos felices y no lo sabíamos»
Déjame que te cuente una anécdota que te resultará familiar. Libro todos los días una batalla de antemano perdida con mis hijos. Y pese a estar seguro de la derrota, no dejo de darme por vencido. A la hora de la comida, mis hijos, están atrapados por la televisión. Su mirada está perdida en los dibujos que hechizan su atención, convirtiendo el alimentarse a un automatismo sin atractivo. Transformándolo en un indiferente segundo plano.
Pero hagamos autocrítica. Que lo fácil es ver la culpa en el ojo ajeno. Dime si no eres de echar un vistazo a las redes sociales a la hora de comer. Con una mano el tenedor, y con la otra, haciendo scroll infinito mientras el momento del sustento se pierde en la insignificancia.
Sencillamente no saboreamos. Comemos, pero no disfrutamos. Miramos pero no vemos. Respiramos, pero derrochamos el aire fresco. Y lo que es peor, no lo compartimos con la gente a la que queremos. No regalamos nuestra energía a aquellos que nos rodean. No compartimos nuestra vida.
Hemos automatizado lo importante, relevando lo esencial a un mísero segundo plano. Focalizando en nuestra escala de valores cualquier nimiedad hasta el punto de que nos quite el sueño. «Eramos felices y no lo sabíamos«. Y al no saberlo no lo convivíamos con las personas que forman parte de nuestro día a día.
Deja de leer un segundo. Echa el freno de mano. Aquí y ahora. No hay nada más. Siente el aire fresco. Da gracias por sentir la vida. Disfruta esa esencia. Tu esencia. Y haz partícipe a tu gente compartiéndola con un abrazo.
Recuerdo cuando me lesioné haciendo artes marciales. Yo venía del Brazilian Jiu Jitsu, y tuve problemas con la rodilla. El traumatólogo me dijo que esa disciplina ya no era compatible con mi articulación. Así que me autoengañé negándole mi tiempo. Y busqué otras modalidades que me hicieran olvidarla. Me apunté a Karate.
Un día, a la hora de terminar una clase, mi esencia eclosionó en forma de pregunta a mi nuevo Maestro. Acabábamos de hacer la reverencia formal de despedida que tradicionalmente se practica en este arte marcial. Todos, alineados, se inclinan en una misma dirección en señal absoluta de respeto propia de tierras orientales donde la cercanía está vetada.
Fue entonces cuando le dije a mi profesor que echaba de menos la calidez de abrazar uno por uno a mis compañeros. Me explicó que en las artes marciales con origen en China y Japón esa costumbre estaba descartada.
Pero yo la necesitaba. ¿Sabes esa sensación de algo muy dentro de ti que quieres acallar con tu mente, pero que el corazón terminará vomitando como un volcán en erupción? Hasta el punto de que, haciendo caso omiso de los consejos de mi traumatólogo, decidí retornar a la que era mi casa, a la que era mi esencia. El Dojo de Ali Dinar de Brazilian Jiu Jitsu.
Y es curioso como las experiencias te enseñan a apreciar lo verdaderamente importante. Te ayudan a intentar aprovechar el aire fresco sin derrocharle en exceso. Ahora, no hay día que, al terminar la clase, no resalte la importancia del saludo final. Lo acentúo como la enseñanza más importante de mi Maestro y de mi arte marcial.
Cuando terminamos, nos ponemos en fila, y como en el Karate, saludamos todos al unísono con una reverencia. Pero luego, vamos pasando uno por uno, abrazando al compañero, primero al Maestro y luego al resto de personas que componen tu afición.
Una afición que te regala el privilegio de desconectar de tus problemas. De obviar, mientras lo practicas, los remordimientos del pasado y las preocupaciones del futuro. Te obsequia presente. Aquí y ahora. No hay nada más. Te enseña a respirar, a conocerte ante las adversidades y a madurar como persona.
Y lo que es mejor, al final de la clase compartes con un abrazo sincero con cada uno de tus compañeros el agradecimiento por ser parte de tu camino. Su esfuerzo y sacrificio. Das las gracias al Maestro por sus enseñanzas. Por una vida dedicada a aprender para luego donarte esa sabiduría. Das las gracias a los compañeros por ayudarte a crecer, a darle pigmento al cinturón en cada técnica, en cada combate. Se hace partícipe a un todo global (una familia) de nuestra energía.
Sin duda es la parte más importante de la clase. Y, siempre trato de repetirme que, en ese mismo instante, como le ocurre a mis hijos con la televisión, el cansancio del ejercicio o el acecho de las preocupaciones que esperan al otro lado del tatami, no te han de impedir saborear el momento.
Oss