Dejarse canas.
Una amiga ha decidido dejarse las canas. Que si lo piensas, en realidad, lo que «dejas» es de echarte el tinte, no las canas, que ya estaban.
Me cuenta como le había resultado muy curiosa la reacción del personal. Le preguntaban si es que estaba deprimida o le aconsejaban que se tenía que cuidar. Toma castaña. La «sociedad» imponiendo sus normas, no vaya a ser que te salgas del redil. Ya se sabe, los hombres con canas son más atractivos, las mujeres, sin embargo, no se pueden permitir el lujo de envejecer.
Pero, quizás, esa «sociedad» no sea sino el reflejo de los miedos de cada una de las personas que la componen. Como un río al que, al asomarnos, vomitamos nuestro reflejo corriente abajo.
Y es que aceptar que las canas ya son compañeras de viaje no es, en principio, un trago fácil. En el espejo ya no nos saluda esa cara joven sin las arrugas del trabajo o la hipoteca.
¿Nos queremos con nuestras imperfecciones?
La pregunta, por manida, pudiera parecer sencilla. Pero no nos quedemos en la superficie, porque sería tanto como que los árboles no nos dejaran ver el bosque. Busquemos la perspectiva correcta: me refiero a aquellos defectos a los que no se le puede echar el tinte. Me explico.
Todos, absolutamente todos, atesoramos un legado de errores. Conforme vas sumando años, conforme la vida te va poniendo a prueba, vas incrementando una solemne colección de meteduras de pata. Y por mucha buena fe que pongas, por mucha intención que gastes en el intento, siempre llega el momento en el que susurramos a voz de grito «tierra trágame».
Piensa en ese fallo laboral que te quita el sueño. O en esa ocasión en la que tus fantasmas te hicieron vociferar a la inocencia de tu hijo pequeño. Porque sabes bien que no son ellos los que te hacen perder la paciencia, sino tus heridas de infancia las que te hacen perder el control convirtiéndote en un mal padre/madre. O ese abrazo que, enterrando el hacha de guerra, no te atreves darle a tu padre esperando otra ocasión futura que seguro lamentarás cuando ya sea demasiado tarde. O esa frustración por la presión de todos los frentes del día a día que pagas con tu pareja porque confundes su amor y confianza con un cheque en blanco para descargar tu malestar en forma de veneno sin vacuna.
¿Te sientes identificado? Vivir implica equivocarse. Y cuanto más vivimos, más carga llevamos a nuestras espaldas. Porque frente a la mayoría de estos errores, lo único que hacemos es una huida hacia delante. No conseguimos enfrentarlos, porque son fantasmas que nos anulan. Son punzadas que agonizan nuestro optimismo y vitalidad. Y por eso tratamos de guardarlos bajo llave en la alacena más soterrada de nuestros recuerdos.
Pero aunque estén enterrados, sabemos que están ahí. Y su sola presencia nos paraliza deprimiendo nuestra sonrisa.
¿Sabes lo que es el síndrome del impostor? Es una jugarreta de la mente que te hace pensar que nunca haces las cosas lo suficientemente bien. Que siempre hay un pero. Que nunca merece la pena. Hasta el punto de que, si algún día, alguien te da la enhorabuena por tu trabajo, te sientes como un impostor, como si en realidad todo hubiera sido solo cuestión de suerte.
Yo sufro esta enfermedad del alma. Y a depósito lleno. Me esfuerce lo que me esfuerce, haga lo que haga, siento como si fuera un engaño, un fraude.
Se trata de una lucha desgarradora conmigo mismo. Una batalla atroz y emocional en mi rutina diaria en la que me exijo la perfección, ya que cualquier fallo me derrumba. Si haciendo las cosas bien ya te sientes como una estafa frente a los demás, imagínate el peso de un simple error en mi conciencia. Es un dolor insoportable.
Pero cuando más sientes la asfixia, tu esencia más lucha por respirar. Y de tanto padecer, me di cuenta de que la solución está en aceptar.
Aceptar que conforme ganamos experiencia el pelo se vuelve gris. Entender que la belleza de las rosas está en sus espinas. Y que hay que quererse de verdad. A uno mismo, un amor limpio, puro, sin condiciones. Destilando aprobación sincera, por dolorosa que sea. Aceptando nuestras virtudes y defectos como parte de un todo. Y sobre todo, teniendo el bendito coraje de saberse perdonar. De saber abrazarse frente a todos y cada uno de los fallos pasados y que están por llegar.
De regalarme, frente a las adversidades, todo el apoyo que me pueda dar. De sentirme orgulloso de mi sonrisa, por mucho que las arrugas de mis errores puedan inundar mi cara.
Y de pronto el «síndrome del impostor» es un poco más liviano. Como el fantasma del armario de tu infancia, sabes que sigue ahí, y que tarde o temprano te tratará de asustar. Pero normalizo mis errores como terapia frente a su tristeza, para cuando pueda volver, que volverá. Se acabó el echarse tinte. Me dejo canas, las luzco con orgullo y a disfrutar la vida. Con las alas del optimismo, a volar.