El aprendiz de mago.
Me encanta el ilusionismo. Se trata de una de las artes más bonitas que puedan existir. Sentir la «magia» te reconcilia con ese niño pequeño que llevamos dentro. Y, además, por muy escéptico y racional que seas, lo hace mientras te roba una sonrisa.
¿Te has planteado lo cara que está una sonrisa en los tiempos que corren? Lo dicho, el ilusionismo no tiene precio.
Y no solo es que me guste este arte, sino que durante un tiempo fui practicante. Un ilusionado (nunca mejor dicho) aspirante a mago que se pasaba horas y horas con la baraja entre las manos. Todo el día leyendo libros de magia, tratando de llevarlos a la práctica.
De hecho, dejadme que os cuente una anécdota. Muchas veces mi mujer (en aquellos tiempos mi novia) y yo íbamos de tiendas. Mientras ella veía algún vestido, yo me dedicaba a practicar con los naipes. El simple manejo de la baraja me relajaba bastante, por lo que la llevaba a todos lados. Recuerdo esperar tranquilamente a que mi señora terminara de probarse sus ropajes mientras yo probaba a hacer alguna floritura con las cartas delante de algún espejo.
Y siempre había algún dependiente/a con mirada recelosa, desconcertada, al no entender qué pasaba conmigo, si darme por loco o llamar a los de seguridad. De hecho, alguna vez me preguntaron, y todo acababa en risas cuando le explicaba que, simplemente, estaba practicando haciendo para mí más entretenido esos tiempos muertos (partamos de la base de que soy el típico hombre al que, el plan de ir de tiendas, no le motiva demasiado)
Pero lo cierto es que, pese a dedicarle mucho tiempo, como mago, nunca llegué a gran cosa. Por decirlo de una manera sutil, cualquier parecido con Tamariz era pura coincidencia. Hacía juegos con familiares directos y buenos amigos, y poco más. El eterno aprendiz que no conseguía asentarse en el maravilloso mundo de la magia. Un quiero y no puedo.
Más tarde, por circunstancias personales, un buen día la baraja quedó relegada a una esquina del cajón de la mesita de noche (bajo la firme promesa de retomarla algún día). El caso es que, desde entonces, puedo decir que soy un mago frustrado.
A ver, las cosas como son, tampoco tenía en mente convertirme en un profesional de este arte. Nunca se me pasó por la cabeza ganarme la vida con una baraja de naipes. Por eso, en su momento, no le otorgué mayor trascendencia a mi escueto crecimiento como mago.
Pero lo bonito de la vida es que cosas que tildabas de irrelevantes se descubren como lecciones de vida, como aprendizajes inesperados. O dicho de otra manera, todo tu bagaje contiene pepitas de sabiduría escondidas en recuerdos de tu pasado que, años más tarde y por circunstancias que pudieran no tener nada que ver, quedan desbloqueadas. Solo hay que estar con atento para poder disfrutar estos regalos.
A fecha de escribir estas líneas mi vida ha cambiado mucho en relación con aquella que me rodeaba cuando disfrutaba con la magia. En su día trabajaba por cuenta ajena y tenía mi sueldo asegurado todos los meses. No me tenía que preocupar por nada más salvo sacar adelante el trabajo que se me asignaban. Todo era más sencillo, pero me encontraba encorsetado.
Así que decidí montármelo por mi cuenta, fundar mi propio despacho. Decidí hacerme dueño de mi destino. Y claro, coger las riendas de tu futuro te hace vulnerable a la propia esencia de este: la incertidumbre. Y esa incerteza que conlleva el ser autónomo gangrena el alma.
O más bien, no es la incertidumbre en sí la causa de los problemas. Es la nula capacidad de la que hacemos gala para gestionarla. Y ojo que la diferencia es sutil, pero abismal. Me explico.
Vivimos en una sociedad tremendamente cambiante. Lo que damos por seguro en un determinado momento, tiempo después se vuelve absolutamente obsoleto. La educación recibida deja de ser eficaz, porque además de estar trasnochada, nunca podrá adelantarse a los cambios que están por llegar. Cuando yo era pequeño no existían los móviles. Internet ni se soñaba. La inteligencia artificial era solo el argumento de una película («hasta la vista, baby») Y no hace falta que me centre en cómo todos estos elementos (y muchos otros) han cambiado nuestra realidad.
Y eso hace que todas las bases con las se sellan tus comienzos se derrumben como castillo de naipes años más tarde. Piénsalo ¿cuánta gente conoces que se está reinventado a los 40? A veces es laboralmente: hoy en día ser funcionario es una rara avis en un entorno inestable. El contrato indefinido se ha convertido en un trampantojo laboral. Y toca buscar alternativas.
Otras veces es en el ámbito personal. Ya sabes, aquella promesa de «en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza» se devalúa hasta que, después de acudir a un abogado, un Tribunal la deja sin efecto. El número de divorcios supera ya el de matrimonios.
Y pese a lo cierto de lo que acabo de contar (que ya sea por ti, ya sea por algún amigo cercano, seguro que te has sentido identificado), nos negamos a aceptar esta realidad. Nos negamos a asumir que ya no está asegurada la estabilidad. Y no solo es que lo neguemos, es que además ansiamos lo contrario, buscamos una certidumbre que sencillamente no existe en el mundo que nos ha tocado vivir.
¿Qué sentido tiene esta búsqueda? ¿Por qué nos engañamos de esta manera?
La respuesta la adelantaba antes. Sencillamente, huimos del miedo que genera la incertidumbre porque no nos han educado a gestionarlo. Y es absurdo porque ese miedo es ya consustancial a la realidad que nos ha tocado vivir. Se trata de un elemento intrínseco a nuestro día a día. Pero en lugar de que nos enseñaran a manejarlo, a utilizarlo como una herramienta a nuestro favor, lo que nos inculcaron fue a vetarlo, como si no existiera. Cuando negar ese miedo es negar nuestra vida, con lo que, si seguimos aplicando esta ecuación, estamos condenados al más rotundo de los descalabros.
Solo está vivo lo que se mueve. El camino se hace andando. Y por mucho que prepares y asegures tus pasos, el sendero siempre te esconde una piedra en la que tropezar.
Y ahora me doy cuenta. Yo nunca crecí como mago porque (al margen de que tuviera más o menos habilidad) tenía miedo a equivocarme. Tenía miedo a que, a mitad de un juego, se me viera el as en la manga. Por eso, por mucho que ensayara, por mucho que me llevara la baraja cuando me iba de tiendas con mi mujer, luego solo me concedía la posibilidad de hacerle magia a mi familia y amigos íntimos. Porque, ¿y si fallaba haciendo un juego con alguien con quien no tuviera suficiente confianza? La incertidumbre que gangrena el alma.
En mi cabeza un simple error con la baraja en la mano hubiera supuesto un absoluto fracaso. El miedo me paralizaba, bloqueando mi progreso, congelando la felicidad de practicar un hobbie que tanto amaba. Ahora me doy cuenta de lo absurdo de la situación: pues si hubiera fallado haciendo un juego de magia no hubiera pasado nada. Repito, nada de nada. El mundo no se hubiera acabado, no hubiera salido en los periódicos. Simplemente, aceptando que los errores son parte del crecimiento, de la vida, hubiera tocado sonreír y pensar que lo había intentado.
Lo veo claro, fui yo mismo quien se negó crecer, fue mi torpeza para gestionar la incertidumbre la que me impidió llegar a ser algo más que un simple aprendiz de mago.
¿Y tú? ¿Qué es aquello que no haces por miedo a equivocarte? Quizás abrir tu propio blog sobre alguna de tus pasiones. Quizás empezar esa actividad que tanto te gusta como pintar o escribir pero que esa vocecita te dice que para qué si no lo vas a hacer bien. Quizás sincerarte y decirle a esa persona tan cercana, algo tan bonito como «te quiero» ¿Te ahoga la ansiedad generada por la incertidumbre del día a día? Qué decir si eres padre/madre ante la inseguridad del futuro de nuestros hijos. Hemos normalizado el doparnos con un ansiolítico para hacernos cargo del conjunto de frentes abiertos ante nuestros ojos ¿Crees que de pequeño te enseñaron a gestionar ese miedo? Seguramente, como nos pasa a todos, seas sordo de un pie (Fito dixit) cuando toca bailar con tus emociones. En definitiva ¿no te das cuenta de que, aquello de lo que tantos huyes es precisamente el mundo en el que nos ha tocado vivir?
Como os decía al principio, como autónomo, sufro de una úlcera emocional. Me siento totalmente desnudo ante la incertidumbre que me depara cada día. Pero ha llegado el momento de reinventarme, dejando de sentir vergüenza ante esta desnudez, de dejar de ser un simple aprendiz de mago. Lección aprendida. No se trata de vetar el miedo, no es tu enemigo, es solo una herramienta que ha de ser abrazada con confianza. Ha llegado el momento de añadir a todo el esfuerzo por prepararme, la valentía para afrontar la incerteza. La vitamina del optimismo. Porque, por mucho que el as pudiera estar escondido en la manga, merece y mucho la pena hacer el juego de magia delante de todos tus fantasmas, delante de todos tus temores. Sintiéndote más vivo que nunca. Insuflando el alma y creciendo como persona.