El mensajero y el derecho a no declarar.

Cuando, en un asunto penal, te llaman como denunciado para declarar, siempre te hacen saber que tienes derecho a no declarar. Y es muy común que, en esos casos, el cliente te pregunte si se acoge a ese derecho o no. Vamos, que tú como abogado qué le aconsejas.

Mi respuesta (salvo determinados casos, que de todo hay) es siempre la misma: si no declaras, vas a empeorar las cosas. Punto pelota. La razón de ser es sencilla: si hay un procedimiento penal frente a una persona es porque algo huele a cuerno quemado. Y, a priori, los indicios apuntan a la persona a la que se le ha llamado a declarar como denunciado.

Pues bien, si esta persona, en vez de dar explicaciones que demuestren su inocencia, cierra el boquino, el olor a quemado va a ser insoportable. Porque ya se sabe que, en ocasiones, el que calla otorga (máxime cuando, en un Juzgado de lo penal, si tienes una buena coartada te falta tiempo para desenfundarla)

O si lo quieres ver desde otro punto de vista, dime tú qué piensas cuando (con la vena saltada) le bramas a tu hijo aquello de «¿se puede saber quién ha roto esto?» y el peque, mirando para abajo, te da la callada por respuesta. No hay más preguntas Señoría

Lo curioso del tema es que, pese a que lo os acabo de contar tiene toda la lógica del mundo, muchos clientes me responden: «pues yo no voy a declarar, porque tengo derecho«.

Ni media palabra más. Cada palo que aguante su vela. Y si el cliente, después de mis consejos, decide que le merece la pena darle al mute, pa´lante con su decisión, suerte y al toro (y que Dios nos pille confesados).

De lo que acabo de contar se puede sacar una conclusión clara: tener derecho a algo no significa que sea bueno. De hecho, se me viene a la cabeza cuando vamos a buffet libre en un hotel. Que sí, que tendrás derecho a comer de todo lo que te dé la real gana. Pero si luego acabas echando hasta la última papilla por ansias, no te quejes. Insisto, tener derecho a algo no justifica que ese algo te pueda hacer bien.

Así contado es claro, ¿verdad? Claro no, cristalino. Pues si has dicho que sí, quédate con esta respuesta, que luego volveremos sobre la misma (y, como en los juegos de mesa, carta en la mesa pesa, y no vale cambiar)

Vale, pues ahora te voy a explicar por qué te cuento todas estas batallitas. Como nos pasa a todos, yo también tengo en mi mochila enquistada esa típica pena por algo que, a estas alturas de la película, ya no tiene solución. Es una historia que viene de muy lejos, que en más de una ocasión he tratado de arreglar, pero que, después de tanto tiempo, ya no va a cambiar.

Seguro que tú también tienes esa espinita clavada. Que no es que te quite el sueño (porque ya se sabe que de tanto esperar a que se pasara la tormenta, termina uno aprendiendo a andar bajo la lluvia) pero sí que te enmudece un poco el alma.

En mi caso me genera tristeza. Así que, el otro día, en un momento de descuido, me encontré de nuevo sumergido en ella. Pero de pronto pensé que qué sentido tenía regocijarme en el barro. Me di cuenta de que estaba matando al mensajero. Me explico.

En la antigua Grecia y Roma tenían muy mala conexión con el WIFI. De manera que si un pueblo quería comunicarse con otro (por ejemplo, para declararle la guerra) tenían que mandar un mensajero. Y mira tú por dónde que más de un Rey identificaba las noticias con el portador (me puedo imaginar a ese pobre mensajero durante todo el camino rogándole a su Dios que el recado que trasladaba dentro del sobre fuera bueno)

Total, que cuando el mensaje no era del todo agradable para su destinatario, la primera (y para ellos lógica consecuencia) era matar al mensajero.

Que, dicho así, tiene guasa. Vaya manera más absurda de tratar de solucionar el problema. Pero lo más gracioso es que tú (y por supuesto, yo) seguimos haciéndolo a diario.

O dime si no seguimos identificando nuestro malestar con lo que ocurre a nuestro alrededor. Seguimos culpabilizando a los demás de nuestro estado de ánimo sin darnos cuenta de que, lo que nos genera tristeza son nuestros propios pensamientos.

Seguimos matando al mensajero. Pero (toma castaña) ahora el mensajero eres tú mismo. Si lo piensas, en realidad eres la persona que porta el mensaje que otros te han transmitido. Y nuestra solución es matar al portador con sentimientos de tristeza, queja, frustración… mientras el tercero en cuestión se va de rositas.

Efectivamente, no es lo que ocurre a tu alrededor, sino como tú reaccionas. Y sí, claro que a veces es insoportable, claro que a veces se tiene todo el derecho del mundo a estar triste o quejarse. Pero, en realidad, y aquí está la clave, pese a tener derecho, tú puedes elegir con qué sentimiento responder, cómo reaccionar.

Ojo, y que no pretendo palabras vacías happy happy con las que ir de «enterao» por la vida. Todo lo contrario. Así que vaya por delante que lo primero que hay que hacer es darle su espacio a ese sentimiento negativo. No hay que negarlo, ni mucho menos. En un primer momento hay que aceptarlo. Es más, es hasta sano soltar esa rabia, por momentos es terapéutico darle forma a ese dolor.

Pero mucho cuidado, porque si te fijas he dicho «por momentos». Porque el personal (de nuevo yo el primero) cuál gorrino, tiene la facilidad para rebozarse en el lodo.

Dicen que un maestro reunió una vez a sus discípulos y les contó un chiste, por lo que todos rompieron a reír a carcajadas. Acto seguido, el maestro, ante la sorpresa de sus alumnos, volvió a contar exactamente el mismo chiste. En esta ocasión, apenas dos alumnos, de todos los congregados, esbozaron una sonrisa. Fue en ese momento cuando el maestro les preguntó por qué al resto ya no le hacía gracia sus palabras, a lo que respondieron al unísono que no tenía sentido que se volvieran a reír con un chiste que le acababan de contar previamente. «Pues entonces tampoco tendrá lógica que sigáis sintiendo, día tras día, tristeza y penar por un hecho del pasado» respondió.

Hay circunstancias de nuestra vida que nos pueden superar y en las que vamos a necesitar pasar un duelo. Pero una vez reconocemos que nuestro sufrimiento ya ha tenido su ocasión, quizás sea el momento de darte la oportunidad y elegir sonreír, para no regocijarnos en el barro, para no matar al mensajero.

Y alguno/a excusará con vehemencia que lo último sería que nos privaran del derecho al pataleo. Pero, como les digo a mis clientes, tener derecho no significa que merezca la pena. Sencillamente, estando triste, quejándote (o negándote a declarar) no solucionas absolutamente nada (recuerda, carta en la mesa pesa 😉 )

Así que, en mi caso, agotado como estaba de hundirme de nuevo en esa melancolía, decidí regalarme el lujo de sonreír, pese a que el origen del problema seguía (y seguirá) ahí. Y de pronto, mi mochila se hizo más liviana.

Sé que es difícil. Sé que la frustración siempre batalla por imponerse. Sé que incluso, por momentos, es hasta sano vomitar el malestar. Pero recuerda, siempre puedes elegir no acogerte a tu derecho a no declarar. Siempre puedes elegir no matar al mensajero.

A mí, el simple hecho de recordarlo, ya me dibuja optimismo.

2 Respuestas a “El mensajero y el derecho a no declarar.”

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