El niño que no callaba ni debajo de agua.
Siempre fui un chico muy tímido. De esos a los que le costaba la misma vida levantar la mirada, pero que, una vez pillaba confianza, no callaba ni debajo del agua.
Y a mi padre, esa faceta de darle a la «sin hueso», le ponía un poco nervioso… «¡Es que no calla!», solía rezar entre dientes con un tono de desesperación. Como te puedes imaginar, crecí pensando que esa facilidad para expresarme era una lacra de la que avergonzarme.
Igualmente, era un niño muy sensible, todo me afectaba. «¡Es que te lo tomas todo a pecho!» me reiteraban una y otra vez, como un mantra sagrado, en mi entorno familiar. Total, que también pensaba que se trataba de un defecto a corregir.
Con estas premisas fui creciendo, formando mi personalidad, buscando mi sitio, mi lugar.
Después de muchos avatares, casi por casualidad (o al menos eso pensaba yo), terminé siendo abogado. Pero lo cierto es que, durante mucho tiempo, me sentía como un forastero en esta profesión. Se me inculcó (y yo acepté sin rechistar) que las cualidades más importantes de un abogado tenían que ser algo parecido a la altivez y la frialdad. Piénsalo, esa es la imagen que el personal tiene de un letrado en su cabeza. Y no encajaba para nada en ese molde. Hasta el punto de repetirme a mí mismo que yo no servía de abogado. Hasta el punto de plantearme seriamente tirar la toalla y abandonar.
Pero cuando la vida te pone a prueba, es cuando te das cuenta de lo fuerte que eres. Porque todos tenemos los recursos, lo que ocurre es que, como en mi caso, negamos nuestra realidad. Y cuando ahondas en tu interior, descubres que aquello de lo que te avergonzabas son, para tu sorpresa, auténticos tesoros.
Porque ser una persona sensible me convierte en empático. Me pongo en la piel de los demás. Y me ha enseñado a saber escuchar, a poner el foco en los problemas de las personas que me piden ayuda. Y, precisamente, para darle solución a sus problemas, es necesario tener facilidad para expresarse y explicar. Tienes que sentirte a gusto hablando con la gente, sentirte en tu salsa con el trato al público. En la abogacía, ya sea con un cliente, ya sea en un juicio, es esencial comunicar.
Aquello que tachaba de lacra resulta ser una virtud. Y no es casualidad que haya acabado como abogado, todo lo contrario; es la profesión en la que, de la mano de mi auténtica forma de ser, mejor me puedo realizar. Porque el trabajo de un letrado, lejos de la altivez y la frialdad, debiera de estar unida a la empatía, sencillez y proximidad.
Que la vida me llevó al sitio donde, el niño que no callaba ni debajo del agua, tenía que estar.