La vitamina de la felicidad.
Llevaba muchos años con serios problemas digestivos. La barriga constantemente hinchada, con el decaimiento propio de la espera al café de media jornada. Pero ya se sabe, para qué le iba a dedicar tiempo a mi salud, mejor ser vaca burra y como si no pasara nada.
Hasta que hace seis meses la situación ya era insostenible. Mi vitalidad arena drenando por los dedos. Total, que decidí dejarme a la suerte de una nutricionista. Y, oh, sorpresa, parece ser que a la vejez viruelas. O, para ser exactos, intolerancia al gluten. Toma castaña (que es apta para celiacos).
Pero, vayas tú a pensarte que esto es algo que averiguas de la noche a la mañana. Nada de eso. Comienzas a hacer pruebas con distintos alimentos. Ahora introduces unos, ahora te privas de otros. Y mientras tanto, probióticos en vena. Ensayo error constante y vuelta a empezar.
Y este carrusel alimenticio te sume en una absoluta anarquía emocional. Porque somos lo que comemos. Así que, cuando se derrumba tu estabilidad nutricional, comienzas un efecto dominó que termina tropezando a tu estado de ánimo.
Fue apenas unos meses atrás. Un viernes de diciembre por la mañana. En el despacho, frente al ordenador, de pronto me vi sumido en una asfixiante tristeza. Sin por qué. Sin avisar. Una señal de alarma resonó muda en mi interior. Era una sensación conocida por mí.
Un recuerdo que pensaba enterrado en mi época de oposiciones. Cuando la depresión hizo acto de presencia.
Un conocido que, sin atisbo de vergüenza, se autoinvita a tu fiesta. De nuevo, aquel viernes por la mañana, aun estando todo en orden, me costaba respirar. Y duele, porque todo se hace más denso. La pesadumbre carcome, pero lo que lo hace despiadado es la falta de motivo.
¿Por qué?
Esa llamada gélida. Un accidente de tráfico.
Esa adjetivación de la biopsia. Con ausencia total de bondad.
Y, por encima de lo devastador de la realidad, se alza siempre el desgarro de la misma pregunta ¿por qué?
Necesitamos dar sentido a todo lo que nos ocurre. Necesitamos regalarnos un ápice de explicación a todo lo que nos sucede. Pero, por desgracia, no todo tiene un motivo. Nos guste o no, la vida es un caos injustamente perfecto que no ha de obedecer a razón alguna.
Precisamente por ello, sentí que la misma causa de mi angustia, contenía, agazapada, la llave de mi resurgir.
Y es que buscaba la solución fuera de mí. Como si se tratara de mi problema digestivo, condicionado a los nutrientes con los que me alimentaba. Como los probióticos que implicaron un punto de inflexión en mi salud física. Buscaba una vitamina para la felicidad, para la sonrisa.
Sin embargo, la respuesta es mucho más sencilla.
Igual que la ansiedad surge sin causa aparente, estar contento también puede ser huérfano de razón. La locura de la alegría. En esencia somos seres plenos. Acaso necesita un recién nacido argumento alguno para esbozar felicidad. Es ajeno a todas las motivaciones que años más tarde buscamos con ansia. No necesita por qué. Es cantar tu canción favorita. Es vitalidad.
Recuerda que, nadie, absolutamente nadie, ha llegado lejos victimizándose. Que la cobardía es el mayor cáncer. Abandónate a la locura del coraje sin justificar. No busques motivo, ni para lo malo ni para lo bueno.
Por eso, cuando te sientas triste, por supuesto que es bueno que tu entorno deje de ser tóxico. Por supuesto que debes hacer ejercicio y abusar, con una cerveza, de la amistad. Pero, por encima de todo esto, siente que la solución está en ti. Sin pretexto, sin avisar. Simplemente, conecta con tu niño interior y encontrarás vitamina infinita de felicidad.